5/5/09


Nuestra habitual e imprecisa forma de observar toma un grupo de fenómenos como si fuesen uno solo y lo denomina un factum: entre éste y cualquier otro factum se imagina además un espacio vacío, que aísla pues cada factum. Sin embargo, todo nuestro actuar y conocer no es en verdad, ninguna serie de hechos y de espacios vacíos intermedios sino un flujo constante. Ahora bien, la creencia en la libertad de voluntad es incompatible precisamente con la representación de un fluir constante, único, indiviso e indivisible: presupone que toda acción individual esté aislada y sea indivisible; es un atomismo en el campo del querer y del conocer. - Así como comprendemos imprecisamente los caracteres, de la mismísima manera lo hacemos con los hechos: hablamos de caracteres idénticos y de hechos idéntico: no existen ni unos ni otros. No obstante, elogiamos y censuramos solamente bajo este falso presupuesto de que existan facta idénticos y haya un orden jerárquico de géneros de hechos al cual corresponda un orden jerárquico de valores: así pues, no aislamos tan sólo el factum individual, sino también, por otro lado, los grupos de hechos presuntamente idénticos (acciones buenas, malas, compasivas, envidiosas, etc.) -en muchos casos equivocadamente-. La palabra y el concepto son la razón más evidente de que creamos en ese aislamiento de grupos de acciones: con ellos no sólo designamos las cosas; originariamente opinamos que por ellos captamos la esencia de las mismas. Todavía ahora palabras y conceptos nos seducen constantemente a imaginarnos las cosas más simples de lo que son, separadas unas de otras, indivisibles, siendo cada una en y para sí. En el lenguaje está escondida una mitología filosófica que en todo momento resurge por muy prudente que se sea. La creencia en la libertad de la voluntad, es decir, en los hechos idénticos y en los hechos aislados, - tiene en el lenguaje su misionero y su abogado permanente.

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