30/3/10

Siempre hay que volver

El primer bar que conocí en mi vida estaba frente a la estación de trenes de Monte Grande, mi pueblo natal.
Tenía 12 años y con mi amigo José, que todavía era más chico que yo, nos escapábamos por las noches. Cuando mi tía Angélica se quedaba dormida, yo salía por la ventana, caminaba por los techos y me encontraba con José en la escalera del edificio de la panadería donde el vivía con su familia. Habitualmente nos conseguíamos un trago que robábamos de la alacena de nuestras casas. Quizás empezábamos con oporto, vino moscazo o vermouth Cinzano, las bebidas que se consumían en nuestros hogares. Tomábamos aquellas dosis y nos cagabamos de risa. En reír y tratar de contener sin conseguirlo aquellas carcajadas consistía nuestra embriaguez. Fue la primera droga que me ayudo a salir a explorar el mundo. Para eso están las drogas, para ayudarnos a dejar de ver esa obstinada tranquera que nos impide ingresar en lo desconocido, para obligarnos a ser nosotros mismos.
Pero José economizaba el tiempo de sus excursiones nocturnas; no solo era mas chico sino que también tenia una familia que lo controlaba mas. Así que yo comencé a extender el territorio de mis excursiones hasta alcanzar la estación de trenes y de ese bar en donde inexplicablemente me dejaban entrar por las noches mientras los clientes asiduos juegan a las cartas o al dominó. Desde las ventanas miraba el ir y venir de los trenes y me imaginaba lo que pocos meses después hice: subirme a uno de ellos y zambullirme en esa fantasía inaudita que era Buenos Aires.
Recuero con nitidez palpitante todos los miedos que me habitaban. No eran tan intensos los que tenia que ver con el peligro físico, el castigo familiar o policial, como el miedo a decepcionarme con el mundo. ¿Y si no hubiera otra cosa más allá del horizonte de mi vida cotidiana?
A medida que mi conducta se fue haciendo caótica. Me importo cada vez menos que descubrieran mis ausencias y aun que mi tía me encontrara alcoholizado en mi cama todas las mañanas.
En el bar había un personaje que admiraba. Era un petiso malandra y peleador, un autentico choro experto en todos los trucos de la pelea callejera, un matón, pero chistoso y hasta cariñoso conmigo. El petiso se había encariñado conmigo. Yo era un niño muy flaco y esmirriado y en ese lugar eran pocos los que me prestaban atención. Sin embargo, el petiso siempre me convidaba.
-¿querés tomar un café con leche? –me preguntaban cada noche con expresión picara y codeando a sus acompañantes como si estuviera a punto de mostrarles una gracia.
-No… prefiero una ginebrita…
Todos se reían y bromeaban con mi exigencia pero, finalmente, con esa estupenda inmoralidad de los hombres de la noche, la ginebrita llegaba a mis manos. Yo me la tomaba casi por asalto y rápidamente quedaba en un estado de éxtasis frente a las maniobras de la vida adulta: las bromas, los empujones, el lenguaje sexual violento y grosero y a veces también las peleas.
La fama de peleador del petiso era muy grande; sin embargo, yo nunca había tenido la oportunidad de comprobarlo. Hasta que una noche, muy tarde, cuando ya había decidido continuar estirando mis horarios de permanencia en el bar, entro un grandote, un hombre verdaderamente grande, con aspecto de obrero de la construcción o ferroviario, de andar fiero y mirada esquiva, que pidió un café.
Enseguida el petiso se “enamoro” del grandote. Era la palabra que usaban los peleadores para señalar el momento en que un peleador decide, sin motivo alguno, buscar pelea con un desconocido. Era el tiempo del famoso “¿Qué me miras?”.
Yo estaba distraído esa noche porque había conseguido sentarme en la mesa de la ventana, con mi ginebrita, para mirar el mejor paisaje del universo: la llegada y partida de los trenes. Así que no fui testigo de los primeros escarceos. De inmediato el grandote acepto el reto y salio. Por la ventana, durante casi un minuto, quizá menos, tuve la oportunidad de ver la destreza increíble del petiso para enfrentar al grandote. Este no tuvo la menor oportunidad de acertarle una piña que seguramente hubiera noqueado al hombre de menor envergadura. Una serie de patadas y trompadas asestadas desmañadamente pero a gran velocidad por el petiso, que se agarraba al farol de la luz y lo usaba como punto de apoyo para lanzar sus mandobles y patadas, dieron por tierra con el rival. El grandote cayó al medio de la calle y allí quedo repantigado. El petiso no siguió pegándole; rodeado por sus amigos, volvió al bar.
El desarrollo de la pelea me había dejado completamente hipnotizado, pero lo que sucedió a continuación fue asombroso. Vi por la ventana como el grandote se ponía de pie, se sacudía las ropas y, con el rostro ensangrentado, volvía a la puerta del bar e invitaba a su rival a seguir peleando. Afuera se había formado un pequeño tumulto de hecho yo era el único que permanecía en el bar ya que el cajero y el mozo también habían salido a observar la pelea. El grandote volvió a recibir una terrible paliza y nuevamente regreso por más. No recuero exactamente si fueron tres o cuatro rounds lo de aquella despareja pelea, pero si la expresión preocupada, casi con un poco de miedo del petiso cuando vio regresa al grandote una vez mas. Confuso, se dejo rodear por sus amigos, que hablaban de la policía y de lo peligroso que significaba seguir con aquella riña. Finalmente el petiso se fue del bar. El grandote, medio destrozado, se sento en la misma mesa en donde estaba su café ya frío y, mientras se limpiaba la sangre con la camisa, exigió que le sirvieran otra taza.
Me quede mirándolo largamente y, cuando le trajeron el nuevo café, se dirigio al mozo, aunque yo siempre creí que hablaba conmigo, porque me miraba a los ojos con una expresión risueña, casi de alegría:
-Hay que volver –murmuro-, siempre hay que volver.
Aun hoy escucho a veces esa voz sin terminar de comprender que es lo que quiso decir.
Pero se que esa frase seguirá resonando siempre, como un himno guerrero en mi memoria



Enrique Symns

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